Es difícil describir con palabras aquello que literalmente nos cambia la vida. Tuve la enorme suerte de ir a parar a las manos de Ana a finales de septiembre de 2017, procedente, yo, de una profesión que no tenía nada que ver con la docencia y con una necesidad esencial de dedicarme a lo que creo que siempre había sido mi verdadera vocación, la de profesora de Lengua y Literatura.
En los ocho meses que duraron las clases, esta preparadora (para la que agoto todos los panegíricos del diccionario y a la que nunca podré estar lo suficientemente agradecida) fue capaz de obrar el milagro: transformar a la abogada desesperada que yo era en aquellos momentos en una opositora con opción real a plaza. Porque así fue, me presenté a las oposiciones en junio de 2018, por Castilla-La Mancha, y obtuve plaza a la primera. Y creo que más del 50% del mérito de esto se lo debo a Ana, a su autoridad indiscutible en la materia, unida a su calidez y su gran humanidad. El suyo fue, por fortuna para mí, un magisterio exigente y comprometidísimo, pero a la vez afectuoso y cercano: sus clases fueron magníficas y mi experiencia en ellas, en definitiva, inolvidable (cosa a la que también contribuyeron, y de qué manera, la forma de ser y de estar de mis compañeros, que merecerían unas palabras aparte, y el ambiente que se creó en aquella aula que todavía hoy recuerdo y que creo que siempre recordaré).
El día de la oposición experimenté la contradictoria sensación de estar, como es natural, muerta de nervios, muy consciente de que el factor suerte siempre pesa, y la extraña tranquilidad de saber que iba muy bien preparada. Esto último tengo muy claro que fue fruto del trabajo de mi preparadora.
Gracias una vez más, Ana.